divendres, 18 de setembre del 2009

Sobre el malestar del profesorado (fragmento de un informe académico)


Com al barri dels blogaires abunden els professors i professores, i aprofitant que comença un nou curs, vull sotmetre a la vostra consideració un altre fragment d'un informe acadèmic que vaig escriure ja fa un temps. Està en castellà com va ser escrit originalment. Espere que (encara que és una mica llarg) feu alguns comentaris.



“La causa de esta angustia no consigo
ni vagamente comprender siquiera”.

A. Machado

[...] Un análisis de esta angustia, de este malestar, debe partir de la evidentemente escasa consideración social del profesorado. Suponemos que los ejemplos serán legión pero basten algunos que entendemos suficientemente autorizados y que se concretan en juicios negativos sobre los profesores. Así, el antropólogo cultural norteamericano Marvin Harris se pregunta “¿Cuántos miles de millones de dólares se despilfarran pagando a maestros deficientes que, o no se preocupan, o no saben cómo lograr que sus lecciones sean fructíferas? ¿Quién puede fijar el precio del daño psicológico y social que suponen los perjuicios catastróficos que causan nuestras escuelas y facultades, burocráticas e impersonales[1]?” Más cercano a nosotros, Gonzalo Anaya pone en duda la capacidad pedagógica del profesorado: “Su función, por ser un experto en pedagogía, al menos como tal está considerado aunque sus realizaciones pedagógicas dejen mucho que desear[2].” Y aun la prensa diaria se hace eco de nuestra presunta incompetencia: “Lo que los alumnos necesitan aprender hoy en día no es, en muchos aspectos, lo que los profesores están en condiciones de enseñar[3].”
Son tres noticias dispersas pero representativas de un estado de opinión que repercute en la psicología del docente hasta el punto de traducirse en diversas patologías[4].
Una primera reacción (legítima) ante juicios tan adversos es el grito vindicativo que reclama reconocimiento: ¡nosotros realizamos una importantísima función social! Otra reacción (quizás menos legítima) es el cinismo, el nihilismo desesperado, la ironía, el sarcasmo, que pretendiendo inteligencia no son sino muestras de impotencia y aceptación de la derrota. Entre una y otra postura conviene analizar por qué reclamamos el reconocimiento social, por qué podemos llegar a ser cínicos y nihilistas. Derrotados.
En principio, la falta de consideración social del profesorado no puede sino producir perplejidad ¿Cómo es posible que siendo la educación una demanda social de tantísima importancia, un factor imprescindible de socialización, los principales agentes del proceso educativo puedan ser denostados a veces hasta la más extrema vulgaridad?: tienen demasiadas vacaciones, no trabajan nada, cobran demasiado (?), son unos vagos... Expresiones de este jaez las oímos a diario
Se trata de críticas impensables en otros colectivos de profesionales. Abogados, jueces, arquitectos, notarios… Puede haber un sordo rumor de resentimiento hacia ellos, pero nunca la descarada animadversión con que se contempla al profesor, al que se considera un privilegiado sin mérito alguno en el que sustentar sus presuntos privilegios.
Los profesores son unos privilegiados. Esta acusación no puede venir sino de aquellos que considerándose iguales en mérito observan una inmerecida preeminencia salarial, de ocio y tiempo libre o de calidad de vida: un obrero industrial no cuestiona el estatus del ingeniero, un albañil no cuestiona la actividad del arquitecto pero ante el profesor de sus hijos percibe la injusticia de la igualdad vulnerada. Una igualdad proletaria ampliamente reconocida e incluso, en algún momento, conscientemente buscada. Los sindicatos de enseñantes nos atribuyen el título de “trabajadores de la enseñanza” e insisten en el carácter de “asalariado” como definitorio de nuestra posición social, de nuestro ser de clase.
[…] Parece haber un consenso bastante amplio sobre el proceso de proletarización de los enseñantes. Proletarización que a nuestro juicio no viene dada por el simple hecho de cobrar un sueldo a fin de mes sino por la relación idéntica que el proletario industrial moderno establece con su trabajo y la que el profesor establece con el suyo. A primera vista esta afirmación escandalizaría a los proletarios stricto sensu y aun a los profesores, pero si intentamos despejar la opaca organización del sistema educativo hemos de concluir con Marvin Harris en que lo que caracteriza a la sociedad postindustrial (la nuestra) es la introducción en ámbitos en principio ajenos a ella de formas organizativas propias de la industria moderna. La división del trabajo, la fragmentación del proceso productivo en tareas simples, mecánicas, que eran características de la producción fabril han entrado en el sistema educativo produciendo un “ser social” similar al que produce la industria. El profesor no es proletario por el hecho de vender su fuerza de trabajo a un patrón, lo es porque los efectos del sistema en el que se inserta su actividad sobre su conciencia son idénticos a los que produce en la conciencia del proletario el sistema productivo capitalista: “Las tareas sencillas, monótonas, rutinarias y repetitivas que se realizan en las oficinas, las escuelas o los hospitales producen el mismo efecto en la psicología del trabajador que las tareas sencillas, monótonas, rutinarias y repetitivas que se llevan a cabo en las fábricas. En ambos casos, los trabajadores se alienan, se aburren y se desinteresan del producto. [...] En realidad, la alienación puede tener consecuencias mucho más graves cuando aflige a ciertas clases de trabajadores de servicios e información que cuando afecta a los obreros industriales[5].”
[…] El concepto de “alienación” como categoría sociológica es difícil de determinar. Y quizás no podamos recurrir a una noción precisa de “persona” que se desfigura en el trabajo alienado, pero sí podemos partir de la autoconciencia, de la autoimagen del profesor, de cómo éste se ve a sí mismo en el mundo y en su labor y cómo la realidad productiva en que se inserta desfigura esta autoimagen. Se entiende aquí alienación, por lo tanto, como la distancia entre lo que el profesor pretende ser y aquello en lo que el sistema educativo le convierte. Es pretencioso afirmar que se conoce lo que el profesor quiere ser, pero consideramos que no anda lejos de la verdad el poema de Gerardo Diego Brindis:

[...]
Amigos:
dentro de unos días me veré rodeado de chicos,
de chicos torpes y listos,
y dóciles y ariscos.
[...]
Y les hablaré de versos y de hemistiquios,
y del Dante y de Shakespeare, y de Moratín (hijo)
y de pluscuamperfectos y de participios
[...]
Y así pasarán cursos monótonos y prolijos
Pero un día tendré un discípulo,
un verdadero discípulo,
y moldearé su alma de niño
y le haré hacerse nuevo y distinto,
distinto de mí y de todos, él mismo.
Y me guardará respeto y cariño.
[...]
Brindemos por ese niño,
[...]
por que mis dedos rígidos
acierten a moldear su espíritu
[...]
y por que este mi discípulo,
que inmortalizará mi nombre y mi apellido,
... sea el hijo,
el hijo
de uno de vosotros, amigos.

El profesor se concibe a sí mismo, en tanto que profesional y en tanto que persona, como un ser en relación con el otro, con los chicos (“torpes y listos, dóciles y ariscos”) y establece una relación privilegiada, persona a persona, sujeto a sujeto, con “un verdadero discípulo”. En esta relación de artesano, de alfarero, similar a la de Dios con el hombre, el profesor “moldeará su alma de niño”. Se trata de una relación de hacerse recíprocamente (“le haré hacerse”) en la que el profesor accede a su propia realidad (“inmortalizará mi nombre y mi apellido”). Asistimos aquí con más claridad y belleza que en los Manuscritos de Marx a la descripción de un trabajo no alienante, en el que el ser humano se realiza (se hace real, se reconoce) en el producto que sale de sus manos, al que considera propio (“tendré un discípulo”) y acabado, distinto de sí mismo (“distinto de mí y de todos, él mismo”). Si es posible establecer una analogía entre la labor docente y el trabajo como producción de valores de uso, ello sólo es posible desde una acepción premoderna, artesanal. El artesano que posee sus medios de producción (¡Y qué medios!: Dante, Sakespeare, pluscuamperfectos, participios...) es capaz de crear “un alma, un espíritu”. El objeto producido es único (“distinto de mí y de todos”) y no aparece como enfrentado ni ajeno a su productor (“me guardará respeto y cariño”). La enseñanza tiene como misión la creación de personas en tanto que valores de uso social (“almas, espíritus”). El gran cambio, terrorífico, es que la enseñanza tiene como función la producción de recursos humanos en tanto que valores de cambio de apropiación individual.
Atentos a los versos de Gerardo Diego hemos obviado el comentario de los mecanismo industriales que invaden el ámbito de la educación. Se viene a la mente la cadena de montaje Taylorista-Fordista pero la cosa no es tan sencilla. Los métodos industriales han penetrado en nuestra casa bajo el fetichismo de la programación. El currículo (la planificación industrial) es el conjunto de objetivos (previsiones de producción), contenidos (instrumentos de producción), criterios metodológicos (organización de la producción) y criterios de evaluación (comprobación de la consecución de las previsiones de producción). A su vez los contenidos son procedimentales, actitudinales y conceptuales y en la evaluación distinguimos entre criterios e instrumentos. Es decir, toda una serie de fragmentaciones del proceso educativo en tareas mecánicas similar a la que se produce en la cadena de montaje. La traducción de la nomenclatura de nuestro sistema educativo a nociones fabriles puede parecer exagerada, caricaturesca, pero pone de manifiesto algo que nos parece evidente: la sustitución del protagonismo de la relación maestro-alumno en el proceso de enseñanza-aprendizaje, por la primacía de ese proceso mismo en abstracto, en el que el maestro queda reducido a mero gestor de la programación (programación en tanto que contrato explícito) y el alumno a materia prima. Proceso autónomo que no sólo anula a los sujetos en él intervinientes sino que se enfrenta a éstos como algo ajeno y hostil y en el que el profesor se inserta de igual manera que el obrero en la fábrica: como un accesorio de la máquina.
Autonomía del proceso respecto al sujeto. Ésta es una de las principales fuentes de alienación en las sociedades modernas de la que cabe hablar: el conjunto de normas que rigen nuestra actividad educativa es prácticamente inabarcable. Leyes, decretos, órdenes, resoluciones, instrucciones, acechan desde el exterior de los centros mientras que desde el interior un mar de siglas y organismos descomponen el mundo de la vida educativa hasta sus últimos detalles: PEC, PCC, PCA, PAT, PNL, RRI, CCP, PDC, PACG, PROA, PASE; claustros, consejos escolares (con sus correspondientes comisiones), departamentos didácticos, departamento de orientación, departamento de actividades extraescolares y complementarias, equipos directivos...
Jurgen Habermas, en su obra Teoría de la acción comunicativa mantiene que uno de los síntomas de la colonización del mundo de la vida por parte del sistema es la judicialización de ámbitos como la familia o la educación: “La socialización escolar queda descompuesta en un mosaico de actos administrativos impugnables. [...] Esto tiene que representar una amenaza para la libertad pedagógica y para la iniciativa del profesor. La compulsión a un aseguramiento casi judicial de las calificaciones y la superreglamentación de los curricula conducen a fenómenos como la despersonalización, la inhibición de las innovaciones, la supresión de la responsabilidad, el inmovilismo, etc.[7]” Consideramos acertado este diagnóstico a la vista del cúmulo de normas imposible de abarcar en su totalidad que rigen nuestra labor y que eternizan los claustros con una casuística judicial agotadora sobre las funciones del profesor: ¿se puede expulsar a un alumno de clase?, ¿es función del profesor de guardia acompañar a un alumno accidentado a su casa?, ¿es un profesor responsable de que un alumno abandone el instituto durante el horario lectivo?[8]
La noción habermasiana de colonización del mundo de la vida por parte del sistema es equivalente a la idea de Harris de introducción de métodos fabriles en ámbitos ajenos a la industria y todo ello una extensión de la idea weberiana de racionalización y desencantamiento del mundo que a su vez nos conduce al concepto de alienación y cosificación (Marx, Lukacs). Y no es necesario acudir sino a un ejemplo mínimo, cotidiano: Según Lukacs “a consecuencia de la racionalización del proceso del trabajo, las propiedades y las peculiaridades humanas del trabajador se presentan cada vez más como meras fuentes de error respecto al funcionamiento racional [...] Y así habrá que decir no ya que una hora de trabajo de un hombre equivale a una hora de otro hombre, sino que un hombre durante una hora vale tanto como otro hombre durante una hora[9]”. En la vida diaria de los institutos poco importa la ausencia de un profesor (debidamente justificada mediante el correspondiente repertorio de situaciones y los impresos necesarios) siempre y cuando otro profesor le sustituya en el aula[10]. La idea de profesor-sustituto es algo impensable en el esquema de pensamiento que subyace al poema de Gerardo Diego. Si es verdad que, “como ya decía Platón hace 2.500 años, en el principio de toda adquisición de saber está el eros: el amor por el objeto enseñado que exige una relación afectiva específica entre el profesor y el alumno[11]”, ¿quién podrá sustituir a Platón? Sólo la autonomía del proceso permite concebir la figura del profesor-sustituto que hace abstracción de todas aquellas características individuales, personales (“mi nombre y mi apellido”) de un enseñante y reducen su ser a su capacidad de gestión de la programación cuando no a su capacidad para mantener el orden.
Hablábamos de malestar y de sus causas. ¿Qué causa primera más sólida que pretender liberar a nuestros alumnos de la caverna cuando nosotros somos prisioneros de la jaula de hierro de la racionalización industrial y burocrática?



[1] Harris, Marvin: La cultura norteamericana contemporánea. Una visión antropológica. Págs. 54-55. Alianza. Madrid, 1992.
[2] Anaya, Gonzalo: Qué otra escuela. Análisis para una práctica. Pág. 171. Akal. Madrid, 1983.
[3] “El nivel de los alumnos”. Editorial de EL PAÍS, 7 de diciembre de 2001.
[4] “Son numerosas las publicaciones [...] que hacen referencia al tema [...] destacando el elevado número de profesores que padecen trastornos de tipo psíquico que les obliga a separarse temporalmente de su ejercicio profesional. En un caso todavía más extremo se subraya que el número de suicidios que se producen entre individuos cuya profesión es la docencia es significativamente superior al que se produce entre los sujetos de otras profesiones.” Genovard, Cándido y Gotzens, Concepción: Psicología de la instrucción. Pág. 84. Aula XXI/Santillana. Madrid, 1997. También, Rotger, Joseph M. (coord.) Sociologia de l’Educació. Pág. 294. Universitat de Barcelona. Barcelona, 1990: “La Oficina Internacional del Trabajo ha denunciado la situación de los profesores que en el mundo entero [...] padecen enfermedad, cuyos síntomas son el agotamiento, la frustración, el nerviosismo, que se traducen en el plano psicosomático en trastornos circulatorios, digestivos y motores”. (Traducido del catalán).
[5] Harris, Marvín: Op. Cit. Págs. 52-54.
[7] Habermas, Jurgen: Teoría de la acción comunicativa. T. II. Págs. 525-526. Taurus. Madrid, 1992.
[8] Este tipo de labores (guardias, control de faltas, vigilancia, mantenimiento del orden) en principio marginales a la función principal, educativa, del profesor, se han convertido, de hecho, en la principal de sus tareas. Sin miedo a exagerar podemos decir que un profesor es alguien que vigila constantemente a los alumnos y que, en ocasiones, imparte clase.
[9]Lukacs, Georg. Op. Cit. Págs. 14-15.
[10] Se está generalizando la práctica de prever material de trabajo para casos de ausencia. De esta forma el profesor de guardia (de Matemáticas) puede controlar el orden mientras los alumnos realizan ejercicios de Lengua. Por reducción al absurdo sería posible una combinatoria de sustituciones sin que la institución notase ninguna disfunción.
[11] Michea, Jean-Claude:“La escuela del capitalismo total”, en Le monde diplomatique. Edición española. Núm.75, enero de 2002