dimarts, 12 de febrer del 2013

El proletariado invisible (III)



No sólo no existe una cultura proletaria, sino que no existirá jamás. Las habladurías sin forma ni fundamento acerca de una cultura proletaria, por analogía y antítesis respecto a la cultura burguesa, provienen de la comparación superficial de los destinos históricos del proletariado y de la burguesía”.

León Trotsky, Literatura y Revolución.


Obviamente, que no exista literatura, pintura o escultura proletaria no implica la inexistencia de valores, tradiciones, costumbres, instituciones e intelectuales propios de la clase obrera. De hecho en la primera entrada de esta serie de artículos partíamos de la contraposición de dos grupos de valores del proletariado y en la segunda veíamos cómo cierta intelectualidad de izquierdas (que no orgánicamente obrera) optaba por alguno de estos valores con la finalidad de hacer aflorar la verdadera identidad proletaria. De hecho, la izquierda, desde hace algunas décadas ya, es obstinadamente identitaria. Las políticas de identidad, centradas en la emancipación cultural, han sustituido las políticas de clase y con ello nos enfrentamos al absurdo teórico en el que se encuentra el socialismo
En efecto, la emancipación nacional se consigue eliminando aquellas adherencias que desfiguran un pueblo y le impiden ser él mismo (la dependencia económica, la minorización de su lengua, el menosprecio de su cultura, la falsificación de su historia, etc.); la emancipación de género se consigue eliminando los estereotipos y violencias con los que el patriarcado ha lastrado a la mujer impidiéndole ser ella misma; la emancipación afectivo-sexual se alcanza deshaciendo el nudo de marginación, violencia y discriminación, que impide a gays y lesbianas ser ellos mismos; el respeto por la diversidad cultural y religiosa se obtiene cuando cada cual puede ser comunitariamente él mismo en una sociedad multicultural (hasta la política urbanísitca ha de conservar y revivificar la identidad de los barrios liberándolos de las excavadoras asesinas)… 
Por lo que respecta al proletariado este esquema no funciona: la liberación de la clase obrera no se produce cuando la “limpiamos” de las adherencias con que la cultura burguesa la ha impregnado (en sus escuelas, en sus iglesias, en su modelo de familia) y, así, limpito, descubrimos al obrero en su identidad misma, en su idéntica mismidad. Lo que hace tiempo que no le entra a la izquierda en la cabeza (seguramente porque la tiene metida en el culo) es que la emancipación de la clase obrera no se consigue descubriendo el auténtico ser del proletariado sino, precisamente, liberándola de ese ser proletario. El obrero se emancipa dejando de ser obrero y no siendo un obrero comme il faut. Porque el ser proletario no viene determinado por un inventario de rasgos culturales que nos resulten más o menos simpáticos o “antiburgueses”. La incomodidad que provoca la “identidad cani” entre la intelectualidad progresista (como se puede apreciar en el artículo de Xavier Aliaga) se produce porque es identidad proletaria, identidad antiburguesa, identidad potenciada de manera más o menos consciente por los teóricos de izquierdas, identidad que exige e impone violentamente su reconocimiento entre otras identidades… y es una identidad fascista.

Será necesario preguntarse (volver a preguntarse) qué valores de la clase obrera contribuyen a la emancipación de la clase obrera: aquellos que encandilan a los teóricos que observan al proletariado (en la mayoría de los casos desde su pertenencia a la burguesía) como un hermoso y pintoresco bloque homogéneo que hay que conservar idéntico a sí mismo, o aquellos otros que pueden contribuir a la pérdida (es decir a la liberación) del ser proletario.

(Mañana el último…. O el mes que viene)

dijous, 7 de febrer del 2013

El proletariado invisible (II)



Los padres se quejan de que los hijos se limitan a "ir y venir",
no contribuyen en nada cuando trabajan (a menos que se les presione).
Mientras que los hijos se gastan todos sus ingresos en equipos electrónicos,
fines de semana en bares y discotecas, y lo que sobre para unas eventuales vacaciones.

Del Informe Petras


El sociólogo norteamericano James Petras, en su famoso Informe de mediados de la última década del siglo XX analiza la dialéctica de valores de la clase obrera en términos de “brecha generacional”relacionada con la estabilidad o precariedad en el empleo: “…la estabilidad en el empleo proporcionaba una base para la continuidad y un grado relativo de certidumbre a la hora de hacer proyectos para tu ciclo vital. Por supuesto, el trabajo era duro, las horas eran muchas y los salarios bajos pero había, especialmente a principios de los 70, un montón de oportunidades para presionar y luchar por sustanciales incrementos salariales y por un ensanchamiento de la red social. Empleo, matrimonio, montar la "casa", alquilar, luego ahorrar, un pago al contado y la compra de un piso... hijos... visitas a la familia el domingo... la adquisición de un coche barato... educar a los niños... para algunos incluso un pequeño apartamento en una urbanización popular o una casa de campo para las vacaciones de verano...” El proletariado que describe Petras no es precisamente “revolucionario”; más bien podríamos caracterizarlo como partidario de un “reformismo fuerte” que asegurase el bienestar y el “mejorser” de los hijos. Paralelamente, el Partido Comunista de los setenta se convertía al reformismo eurocomunista. Era el momento óptimo para la conjunción de la Clase Obrera y el Comunismo pero, paradójicamente, la intelectualidad de izquierdas se dedicaba a dinamitar los valores de aquel proletariado reformista
Creo que es indudable el apego instintivo de la clase trabajadora a la escuela, su ansia por apropiarse del saber, pues bien, en la revista teórica del Partido Comunista de España podemos leer, en 1977 que “la clase obrera suele valorar la escuela con criterios sumamente instrumentales (la instrucción como medio de promoción individual, para liberarse de la condición obrera) [...] No es ajeno a ello el hecho de que la ideología imperante en la enseñanza ignora por completo la cultura obrera, los hábitos y la vida de las masas trabajadoras.” Hay aquí (aparte de una gilipollez teórica notable, por muy Joaquim Sempere que lo escriba) una admonición moralista intolerable que encuentra eco incluso en el capítulo correspondiente de la Historia de España de Tuñón de Lara y que desemboca (lo que ha sido muchísimo más grave) en teorizaciones pedagógicas con implicaciones nefastas en nuestro sistema educativo: “Se rechaza el habla porque se construyen mal las frases o porque se usan palabras malsonantes o poco distinguidas o por una entonación demasiado localista o socialmente desprestigiada. También son rechazados ciertos usos sociales o mal gusto estético y todo aquello que se inscribe en gustos plebeyos o poco distinguidos en el vestir, diversiones, etc. También se rechaza todo eso que se entiende por improcedente, mal visto o condenable, vulgar o pecaminoso [...] Y el éxito escolar depende de la aceptación de conductas de tipo limpio, ordenado, obediente, bien presentado, no contestón etc.; todo lo que se sitúa en la línea de la ideología dominante en cuanto a comportamientos que se han llegado a capitalizar como cultura aceptada, valiosa, superior.”
Es decir, mientras el proletariado exige conocimiento los teóricos de la izquierda (¡Dios mío, sus teóricos!) le suministran identidad; y esa identidad, que no debe ser desechada so pena de ser considerado un traidor a la “cultura obrera”, consiste en “construir mal las frases”, “usas palabras malsonantes”, “tener mal gusto”, “ser vulgar”... y fracasar en la escuela, mientras que ser limpio, ordenado, etc. es caer en la “ideología dominante". Semejante sarta de estupideces (si eres un obrero tienes que ser un puto guarro, hozar en tu propia ignorancia y hablar de puta pena) pertenece al pedagogo más valorado por la izquierda española, Gonzalo Anaya, y han condicionado la práctica docente de cientos de enseñantes, cuyo ideal pedagógico parece ser Belén Esteban o “el Jonatan”, el hijo de Aida.
(Mañana más... o pasado mañana, que la constancia es un valor burgués de mierda)

dimecres, 6 de febrer del 2013

El proletariado invisible (I)




A principios de 1970 vivíamos de alquiler (tercer piso interior sin ascensor) en una calle de Mislata, que cuando llovía se transformaba en un lodazal, mi abuelo paterno (jornalero del campo durante toda su vida), mi abuela paterna (sirvienta desde niña y después dedicada a cuidar de su marido y sus hijos y jornalera ocasional), mi padre (jornalero, obrero de la construcción, obrero industrial en Andalucía, en Bilbao, en Barcelona, en Valencia), mi madre (sirvienta desde muy niña en Andalucía, jornalera de vez en cuando y después sirvienta en Barcelona y Valencia y ama de casa) mi hermano y yo. No teníamos nada. Excepto la fuerza de trabajo de mi padre y de mi madre. Quiero decir que, sin ninguna duda, nuestra situación de clase era el proletariado, la clase obrera, como queramos llamarlo.
En un piso de la planta baja del mismo edificio vivía otra familia. Algunas tardes yo me asomaba a la ventana para verlos en el patio interior. Para mí eran un espectáculo que me repelía y me resultaba atrayente a la vez. La madre gritaba a todas horas e incluso le decía a su hijo mayor que era un “hijo de la gran puta”. Éste le contestaba que ella era una “guarra” y se iba a la calle. No solía frecuentar la escuela y cuando iba acababa siendo castigado o directamente abofeteado por los maestros a los que increpaba y amenazaba. El padre no aparecía mucho por casa y, según se decía, era un borracho que se lo gastaba todo en alcohol y que no conservaba ningún trabajo. No tenían nada. Excepto la fuerza de trabajo del padre y la madre. Eran proletarios. Lo mismo que nosotros. Pero no lo eran como nosotros. Mi padre, que ostentaba el monopolio de la blasfemia legítima, no consentía que mi hermano y yo fuésemos malhablados o irrespetuosos y si alguna palabra estaba prohibida en mi familia eran esas de “tuyo” y “mío”.
En cuanto pudieron, mis padres nos sacaron de aquel piso; compraron uno recién construido en otro barrio y mi padre no descansó hasta que hubo terminado de pagar la hipoteca. En ese proceso mi hermano mayor empezó a trabajar en una fábrica a los catorce años y yo seguí estudiando después de acabar la EGB. En pocos años mi familia (como tantas otras familias proletarias) progresó, esto es, mejoró sus condiciones materiales y culturales de vida de manera notable y me parece evidente que la base moral de ese progreso (junto a la base material del trabajo) se podría resumir en los valores que compartíamos con tantas otras familias obreras: primacía del bien común, sobre el interés individual con especial atención a los más débiles, los viejos y los niños; disciplina, incluso jerarquía; sacrificio; pulsión por mejorar, saber y dar más. En esencia, pensamiento en clave de y FUTURO.
El Socialismo, la doctrina de la liberación del proletariado, vendría a fundamentar con su potentísima teorización estos valores si no propios sí apropiados para la causa de la emancipación de la clase obrera, frente a otros valores espurios que disgregaban al proletariado y que yo veía representados en la otra familia de mi narración: primacía del interés propio; desprecio por el saber y la escuela; indisciplina; búsqueda de la compensación inmediata; indiferencia por la mejora material y moral. En esencia, pensamiento en clave de YO y PRESENTE.
No parece difícil ver qué conjunto de valores se compadece mejor con el Socialismo y, por lo tanto, identifica a la clase obrera… y sin embargo el rebaño de teóricos socialistas que ha ido pastando, rumiando y cagando ideología desde los años sesenta del siglo pasado ha visto al sujeto revolucionario encarnado en los que ladran, aúllan o balan ese segundo grupo de valores.
(mañana más… o pasado mañana)