divendres, 25 de setembre del 2015

"El pacto Neverlove" de Ana Meliá (y II)

donde cautivaron a las tres cautivas
Anónimo

Quién a los quince años
no dejó su cuerpo abrazar.
Mari  Trini



“¡Qué absorbente es el amor […] tantos años con mis amigas…, sólo unos días […] y ya lo ocupa todo él.” Así reflexiona una de las tres protagonistas de El pacto Neverlove confirmando la derrota inevitable de un acuerdo condenado al fracaso, de un pacto que tiene, literalmente, los días contados. Tres niñas se han juramentado para no enamorarse jamás y han sellado el pacto con un medallón que llevan al cuello desde los once años. La novela de Ana Meliá narra los últimos días de vigencia del acuerdo en una cuenta atrás llena de prodigios, hasta la rendición de Emma, la más reacia de todas, la que insiste en que todavía no ha cumplido quince años, que sólo tiene catorce… que todavía está bajo el hechizo del medallón. Ésa es la dialéctica que, explícitamente, plantea la novela: el paso desde la infancia a la madurez como un cambio de paradigma “ordenador”. La amistad y la magia reinan en el universo infantil de Emma (¡todavía tiene catorce años!), mientras que es el amor (y una carencia de la que luego hablaremos) el demiurgo desconocido y contradictorio que lo ocupa todo a los quince años y cuyo desafecto puede hacer de la vida, como dice Adrián, enamorado de Emma, “una porquería. Un sinsentido”.
El sentido (amistad y magia) se despliega en los pocos días que ocupa la narración en toda una serie de signos que estructuran la realidad de los personajes de acuerdo a un orden mítico, narrativo… literario. Las protagonistas son tres, como las tres princesas, como Axa, Fátima y Marién. Y de ellas, la más pequeña, la más desamparada, se pierde en un bosque tenebroso y un caballero la protege del mal (“…lo que quiere es protegerme, como aquella noche, porque yo soy su Lady Emma. Su milady. Él me lo dijo…”); y hay enigmas que se resuelven en números misteriosos y medallones mágicos cuyas cadenas se rompen por una fuerza (la respuesta a todos las preguntas, el nuevo orden) que los supera; y hay apariciones y claros de luna y lirios; y hay rituales y “duendecillas” infantiles celestinescas que pronuncian conjuros infalibles; y hay llegadas a destiempo, casualidades orquestadas teatralmente, que impiden el encuentro de los amantes, amantes que intercambian su posición hasta en el tópico balcón. Y hay, sobre todo, una referencia literaria “muy… mágica” que da sentido al sueño estival en la tierra de Robin Hood, a los duendes, al inmenso poder del amor. En La vida secreta de Andrea era Romeo y Julieta, en la novela que nos ocupa El sueño de una noche de verano. Y hay, a mi juicio, sobre todo ello un rumor “paranomásico”: Emma (las tres niñas) dice una y otra vez “neverlove, neverlove” pero resuena, sobre los últimos días de su infancia, “nevermore, nevermore”.
Y ese “nunca más” que culmina un relato correcto, amable y aleccionador que se abre a la literatura, situado en escenarios reconocibles y verosímiles, en un tiempo contenido, creíble y cotidiano, se interpreta en el final de la novela como “quien regresa a casa después de haber estado mucho tiempo perdida en el bosque” y en un decorado esperanzador y luminoso de “luna llena inundando de blanco la noche anaranjada”.
Fin.
Y sin embargo…
Sin embargo el pacto, la anécdota que sustenta toda la novela, parece absurdo y varios personajes insisten a lo largo del relato en su carácter pueril (“A ver si empiezas ya  a darte cuenta del ridículo que haces con la chorrada de tu pacto […] y que dejes en paz ya a mi novia con tus rollos sobrenaturales, ¿te enteras?”. Parece absurdo… porque tiene un origen causal bastante razonable: “El amor solo causa desastres […] Nuestros padres. Todos están divorciados […] lo malo es que no escarmientan y aún se enamoran de otros.” Al par ordenador del mundo infantil (amistad y magia) parece sucederle el amor y el desastre porque no parece haber nada que venga a suplir la ausencia de la magia. El reinado del amor junto a un hueco, una carencia, es el caos.
Ángel del Río (si no recuerdo mal) decía que los personajes de La Celestina parecían moverse “en un mundo sin Dios”. Nuestras tres “cautivas” se mueven en ese mundo. Obviamente: la secularización es un rasgo de verosimilitud insoslayable y las niñas rezan (“Que le salga bien, por favor. Que no se ponga nervioso.”) pero no sabemos a quién. A la nada, a su propio deseo, a un mundo sobrenatural de película… El amor es el único dios aunque a su lado debería haber algo, un legislador que imponga el par que falta: la razón. Y estas niñas se mueven, desde luego, en un mundo sin Dios, pero su desamparo es aún mayor porque su mundo es un mundo sin padre. En toda la novela sólo aparece un padre que ejerza como tal (el padre de Víctor). Los padres de las niñas son ignorados, en todo caso aludidos, o temidos. A la más desamparada de todas, la más pequeña, que busca protección en ángeles de leyenda urbana “la mención de su padre la hizo dejar de reírse al instante.” El amor, abandonado a sus propias fuerzas titánicas, carente de legislador, es el desastre.
No quiero poner en la intención de la escritora lo que a lo mejor no es sino interpretación propia, pero me parece que el rigor compositivo al que se sujeta Ana Meliá de manera ejemplar (a eso me refería en la entrada anterior como rasgo de lo “clásico”) le lleva a cifrar en la novela lo que hay más allá de esa “luna llena inundando de blanco la noche anaranjada”. No sabemos qué será de Celia, Alexia y Emma en manos del amor y sin el auxilio de la figura legisladora paterna, pero vemos a otro trío de mujeres en ese mismo mundo de “desastres”. Entiéndase bien, no creo, ni creo que esté en el ánimo de la autora, considerar a las mujeres adultas como carentes de “padre” o “marido”. Pero la simetría de género y número (perdón por el chiste) exige ver a las tres niñas convertidas en tres adultas de condición postmoderna: una de ellas (la madre de Emma)  sigue aferrada al mundo de la magia, versión new age; otra, se hunde en el mundo de la verdad de la omnipresencia del trabajo. Y sólo Rosalía (si no recuerdo mal las madres no tienen nombre), la profesora, asume el papel de la razón de la que parecen haber abdicado las familias casi inexistentes de las niñas.
Me parece que El pacto Neverlove se abre (otro rasgo de lo clásico) a múltiples lecturas y todas enriquecedoras. Es una novela para adolescentes, desde luego, con un estilo carente de aristas, con una estructura de corrección (¡otra vez!) clásica, pero que también pueden (o deben) leer los artífices del desamparo.

dijous, 17 de setembre del 2015

"El pacto Neverlove" de Ana Meliá (I)


La Nature est un temple où de vivants piliers
Laissent parfois sortir de confuses paroles;
L'homme y passe à travers des forêts de symboles
Qui l'observent avec des regards familiers.

Charles Baudelaire



Es un debate recurrente entre el profesorado de secundaria qué lecturas deben realizar los alumnos y alumnas en las asignaturas de lenguas, si estas lecturas han de ser obligatorias o no, si el contenido de las mismas ha de identificarse con las vivencias e intereses propios de la edad o hay que acudir a los clásicos para abarcar otros mundos que les hagan salir de la inmediatez de lo cotidiano, si realismo o literatura fantástica o de aventuras… No parece tener una salida clara este debate y el acuerdo parece imposible. Supongo que esto es debido al recorrido personal de cada cual en el acercamiento a la lectura. Los que nos formamos como lectores  con Salgari, Verne, Blyton, Martín Vigil, Luca de Tena, etc. y saltamos a don Juan Manuel, Lope o Cortázar en el bachillerato estamos muy lejos de los compañeros y compañeras más jóvenes que han tenido otras inquietudes y experiencias como lectores. En ese corte generacional ha surgido un nuevo género (sobre todo narrativo) llamado “literatura juvenil”… que también es objeto de debate obsesivo cuyas aristas no es necesario explicitar. Baste decir que, al menos, parece haber un acuerdo básico: las lecturas de ese periodo vagaroso, cambiante e indefinido que llamamos adolescencia deben tener un carácter, digamos, propedéutico. Deben preparar al jovenzuelo o jovenzuela para lecturas más profundas y enriquecedoras, contribuir a crear “competencia lectora”. Si para la consecución de este fin lo adecuado es Jordi Serra i Fabra o el anónimo autor de El lazarillo constituye el meollo del debate, pero, como he dicho antes esa discusión no tiene visos de acabar.
Así las cosas, creo que el “ser social” (el amplísimo y también “líquido” conjunto de clases medias y trabajadoras) de los adolescentes que habitan nuestros institutos de Dios o del demonio condiciona, y mucho, la oferta literaria que se les viene encima o que ellos mismos “exigen”.  Me parece que los chavales tienen cierta ansia de “verdad”. Al menos ese fue el argumento irrefutable que me espetaron en cierta ocasión mis alumnos cuando les obligué a leer a Cortázar: “eso no es verdad”. Y, paradójicamente (o no tanto) un prurito desbocado de “magia”. Es el signo de contradicción de la postmodernidad, que hocica en el cientificismo y en el “reencantamiento” del mundo. Entre estos dos extremos se sitúa la narrativa juvenil que, o elije la “verdad”, los aspectos más truculentos de lo verdadero (y ahí tenemos anorexias, bulimias, drogas, malos tratos, accidentes automovilísticos, racismo, violencia, abandonos, etc.) o se abduce a mundos de nombres impronunciables con su recua de troles, elfos, pócimas, poderes, bisutería armamentística y toda la mandanga.
Difícilmente estos extremos pueden cumplir esa requisitoria original de ir “más allá” en la lectura. Es más razonable pensar que frente a la “verdad”, la literatura debe ofrecer a nuestros jóvenes lo “verosímil” y que en vez de “magia” debe acostumbrarles a la posibilidad de lo “maravilloso” intramundo. Para que nuestros jóvenes lleguen a los clásicos deben leer literatura clásica. Clásica en el rigor y corrección formal, en la verosimilitud de los argumentos, en la apertura a nuevas aventuras literarias desde el anclaje en cierto realismo al que no debemos renunciar.
Esta es, a mi juicio, la propuesta de Ana Meliá en su primera novela La vida secreta de Andrea y en la que ahora nos ocupa, El pacto Neverlove, relato de iniciación, de búsqueda de sentido, de reconocimiento de lo maravilloso en lo cotidiano encauzado en la literatura como signo de lo real.  
(Continuará)

divendres, 5 de juny del 2015

Neoizquierda postmoderna y populismo (I)


Entonces Judas Iscariote,dijo:
 –¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios,
para ayudar a los pobres?
Juan 12.4-5


       
        Estamos en un momento de intenso debate en las redes sociales a raíz de los resultados de las recientes votaciones a bailías y taifas. Eso está bien. Pero el formato tan limitado del ágora virtual da origen a malentendidos y disparates. Sobre todo cuando se trata de matizar, de no repetir a bulto (y a gritos) la opinión cortada a pico. Si esto ocurre, enseguida surge la pregunta aunque no se formule explícitamente: “¿Tú con quién estás?”. Eso cuando no te lanzan directamente al saco de los malditos: “¡Tú lo que pasa es que serás del PP!”. Aclaro que en los ámbitos debatidores en los que me muevo el “saco de los malditos” es el PP, sin grado ni escala ni posibilidad de objeción alguna. Y hay que aclarar también que la base del “tú con quien estás” no es necesariamente política sino moral. De hecho el origen de estas letras está en algo para mí sorprendente: “Tú con quién estas” significa “¿estás con los buenos o con los malos”. No exagero, pues la causa de este artículo, repito, es una discusión en el muro de facebook del profesor Gil Manuel Hernández en el que se tachaba a algunos dirigentes del PP de “personas malvadas”. No se trata de que ideológicamente discrepemos de su pensamiento, no se trata de que su práctica política nos parezca errónea o negativa para la nación en su conjunto o las clases populares (hablar de la clase obrera ya ni se lo plantea uno), no se trata tampoco de que estén equivocados… es que son “malvados”. Como dice otro amigo de facebook “aparte de chorizos y derechistas es que son malas personas”. Ojo, “malvado” es algo más hondo que “corrupto” o “delincuente”, calificativos que pueden aplicarse transitoriamente a una persona (incluso en esos ambientes debatidores a los que aludía antes aparecen grandes defensas morales de personas que son legalmente delincuentes, pero esa es otra): si uno es malvado lo es ontológicamente. El ser de las personas malvadas consiste en la maldad y son malvados desde siempre y para siempre. Como decía mi padre (qepd): “ése es malo porque su madre lo parió malo”.
          ¿Por qué son malvados los del PP? ¿Por qué el PP es la maldad organizada como estructura política? (¿una “estructura de pecado” como diría san Juan Pablo II?). Consideremos que las personas que intervienen en el debate en el muro del profesor Hernández son intelectuales, universitarios, “intelligentsia”, si la palabra todavía es lícita, pero vayamos a otra zona cultural, a otros muros (y lo de muro va sin segunda intención):
          “-Yo la cogi en el parque para q me ayudara ya q tengo 3 ijos y no cobramos nada y mi casero va vender el piso y sus palabras fueron q eya no puede acer nada y entonces le dije q funcion tenia ella en el ayuntamiento calentar la silla y yenarse el bolsillo.
           -Y se quedo tan ancha no????
           -Si iba con otros dos bua no me mordi la lengua le ubiera dixo mas. Pero por respeto a mi mujer. Me caye
           -Pues le tenias que aver dicho que para eso le pagamos nosotros”
            La conversación que transcribo literalmente (he eliminado nombres propios) aparece en un grupo de facebook de carácter local. El pronombre personal “eya” refiere a una alcaldesa del PP a la que lo más bonito que le dicen (algunos) en el grupo es “falsa”. De ahí para arriba. Se trata, sin duda de una persona también “malvada”. Vuelvo a la pregunta. ¿Por qué malvada? No creo hacer una interpretación abusiva si considero que para los intervinientes en el diálogo, la alcaldesa es “mala” porque no se ocupa personalmente de resolver MI problemática privada. Porque YO entiendo que la institución política (en este caso el ayuntamiento) no es sino el instrumento para que el “bueno” resuelva MIS problemas y si no lo hace, si no me ayuda, es porque es “malo”. “Para eso le pagamos” (sic).
        Esta elucubración teórico-moral (por llamarla de alguna manera) es, a mi juicio, claramente lumpen y confunde política social con asistencia social, incluso con “caridad”. Supone un pensamiento desclasado, individualista, que concibe las relaciones sociopolíticas como un reparto (reparto de dinero, dicho sea claramente) desde el poderoso con recursos (y “bueno”) hacia el receptor privado. La misma moral tiene el corrupto que se lucra con lo público que aquél que piensa que lo público (“le pagamos nosotros”) está para beneficiarle de manera individual.
         Bien, pero difícilmente puede decirse que la intelectualidad de izquierdas, hablando de “maldad”, tenga en mente el mismo concepto que el pensamiento lumpen suburbano… (¡y qué amplio es ese pensamiento!) Pues no sé yo…
       Digo que no lo sé porque desde hace bastante tiempo la izquierda realmente existente muestra una versión, digamos “oenegista” de ese pensamiento asistencial-individualista. Ayudar a “la gente”, resolver los problemas de “la gente” se ha convertido en el eslogan más sonoro de la izquierda: “Izquierda Unida está en el Gobierno andaluz para resolver los problemas de la gente” declaró Cayo Lara, coordinador general de IU cuando el realojo directo de varias familias desahuciadas en Sevilla. No sé qué tipo de teorización soportará este principio subsidiario de la praxis de la izquierda, pero me parece claro que ha habido una deriva desde el partido obrero que busca asumir el poder del estado (de manera reformista o revolucionaria) desde y para el proletariado, hasta el conglomerado político que busca estar en el gobierno para, desde allí… ejercer la “bondad” sobre la gente necesitada. Ciertamente la derecha podría decir lo mismo con las mismas palabras aunque el significado de “gente” varíe. Es igual, sea como sea, considerar la “gente” como sujeto político o como objeto pasivo del ejercicio del bien es algo antisocialista, niega la idea de clase y concibe la sociedad como un agregado de individuos atomizados, como un rebaño. Se trata de la cara (o la cruz) de la otra concepción aberrante de la izquierda de nuestros pecados: el pueblo. La clase trabajadora ni es el pueblo indiferenciado, eterno y ahistórico de la izquierda nacionalista que se alimenta del mito pequeñoburgués (¡y qué cantidad de tenderos salía en la propanganda electoral de todos los partidos, Señor mío!), ni es la gente, ese conjunto de individuos que persigue su beneficio privado, de la sociología y la economía burguesa. La izquierda mira este valle de lágrimas; ve pueblo y gente, gimiendo y llorando y, movida a la piedad, decide que “hay que resolver los problemas de la gente”.
           “Todo ese discurso no es sino palabrería, excusa y retórica alambicada del que no sufre necesidades, teoricismo desfasado (puede añadirse “rancio” y “casposo”) que queda en nada ante la emergencia social, ante el aumento de la pobreza, las desigualdades y la exclusión. Porque ante esta realidad hay que dejarse de discursos y actuar ya. Cualquier otra cosa es defensa, connivencia, incluso complicidad con las medidas antisociales del gobierno del PP.” Y punto.
            El entrecomillado es un decantado de varias respuestas indignadas que he encontrado aquí y allá en varios muros de amigos de facebook. Lo llamativo es que esas respuestas aducen la emergencia social como argumento para reducir al silencio al oponente dialéctico, cuando lo honesto intelectualmente sería explicitar el fundamento teórico que sustenta la propuesta de praxis política asistencialista.         Fundamento teórico que podemos inferir aproximadamente y que tendría los siguientes rasgos:      
            En primer lugar (obviamente), una defensa de la actuación bondadosa inmediata sin necesidad de sustento teórico subyacente: yo estoy a pie de calle ayudando a la gente que lo necesita y tú sales  con rollos teóricos cuando “hay muchos niños afectados por la pobreza de sus padres y eso no es justo, todo lo demás es palabrería” (el entrecomillado procede… etc., etc.)
            Por otra parte la práctica sin teoría, implícitamente, niega el análisis de clase y de facto divide a la sociedad en dos polos: el gobierno y la gente. Una vez pregunté a mis alumnos en cuántas clases dividirían la sociedad española y uno de ellos contestó que “el rey y todos los demás”. En la versión izquierdista hay el gobierno malo que roba a la gente pobre para enriquecer más a la gente rica y el gobierno bueno que soluciona los problemas de la gente sufriente.
            El estilo argumentativo de “reducción al silencio” no sólo es cosa de los debates entre el común, es el estilo vociferante adoptado en la izquierda realmente existente y alabado con frases muy expresivas como “¡Con dos cojones!”, “¡Con dos ovarios!” “¡Así se enterarán!”. Y cosas así. El líder político de nuestra izquierda es aquel o aquella que “le canta las cuarenta al lucero del alba”, que “dice las verdades del barquero”, “verdades como puños”, “La única que les dice las cositas claras” (este último entrecomillado procede de facebook). En fin, un estilo parecido al de aquél que le decía (¡con dos cojones!) a la alcaldesa que estaba en el ayuntamiento para “calentar la silla y yenarse el bolsillo.”
            El líder es fundamental para esta nueva concepción de la izquierda. Siempre lo fue en realidad, de tal manera que podríamos hablar de una especie de “neoculto a la personalidad”, incluso, con algo de hipérbole, de “síndrome Pasionaria”. Mónica Oltra es “una política providencial”, tal cual lo he leído en el muro de facebook de un amigo. Y de Carmena y Colau lo mismo o más. La defensa del líder también está relacionada con el discurso vociferante y la reducción al silencio. Recuerdo una reunión del Comité Nacional del PCPV… o algo homologable de EUPV, en la que un servidor fue interrumpido por una compañera (o camarada), importante en el movimiento vecinal de Valencia, al grito de (más o menos) “¡déjate de tanta cháchara! ¡a ti lo que te pasa es que no puedes ver a Joan Ribó!”
            El gobierno es el líder y la relación con él o ella es algo personal, porque es la voluntad del líder la que ejerce la bondad sobre la gente: “Esta mañana me reunido con […] y por lo menos me a concedido media hora de su tiempo escuchando mía quejas....la señora alcaldesa llevo años detrás y o no se atreve a lo que le va a decir un ciudadano que lleva desde 2008 apuntado en la bolsa de empleo si haver recibido ni una llamada para saber si aun sigo vivo...o esque soy demasiado feo o Huelo mal y no a chanel n5....”
          Otro ejemplo de facebook.
       Y, por último, un rasgo que a mi juicio es determinante y absolutamente rechazable de la neoizquierda populista: el desprecio de la legalidad. La relación personal del líder izquierdista y la gente consiste en el ejercicio del bien por la (buena) voluntad de aquél: en la Comunidad Valenicana, Antonio Montiel propone usar el dinero del aperitivo de apertura de las Cortes para dar de comer a los niños pobres, Mónica Oltra condiciona el pacto de la izquierda a la dotación de12.000 rentas para pobres y comedores en verano”. Medidas que están muy bien… pero que, si así se estima, no tienen como límite y marco la legalidad: el ejercicio del bien (ni siquiera la búsqueda de la justicia) está por encima de la ley y, así, oímos decir al secretario general del PCE, José Luis Centella (cito de memoria) que si la Constitución no sirve para solucionar los problemas de la gente, la que no sirve es la Constitución; o a Ada Colau declarar que “si hay que desobedecer leyes que nos parezcan injustas, se desobedecen”; o a Susana Díaz amenazar con la paralización de los servicio sociales si no se desbloquea su investidura, como si dichos servicios (y en el imaginario colectivo de mucha “gente” así es) dependieran de su persona. Hay que destacar que esta actitud de “desobediencia” no es un planteamiento de negación absoluta del orden jurídico burgués o una llamada a la lucha armada, sino que consiste en un uso instrumental, ocasional, de la legalidad y la desobediencia “según nos parezca” (el plural parece mayestático) para hacer el bien.

          Hasta aquí, el “diagnóstico” (en la segunda parte la “prescripción”), estrictamente personal, (no he leído a Laclau todavía) de las características  de la izquierda postmoderna y populista realmente existente… dejando de lado el otro extremo, pues frente a lo urgente, lo que hay que hacer ya, ahora y dejarse de palabrería, está la constelación de “causas” (identitarias, sectoriales, grupusculares…) de todo tipo a la que la izquierda se entrega generosa en su deseo de bondad. En medio está el proletariado. Pasmado.

divendres, 20 de març del 2015

Cuando despertó, el monstruo ya estaba allí (Interpretación de La metamorfosis de Kafka)

La burguesía ha arrancado a las relaciones familiares
su velo emotivamente sentimental, reduciéndolas a meras relaciones de dinero

K. Marx y F. Engels, Manifiesto del Partido Comunista




          
            La Metamorfosis de Kafka se estudia como ejemplo de la renovación narrativa del siglo XX. Se entiende esta renovación con respecto a los cánones establecidos por la novela realista decimonónica. Sin embargo, Kafka se ciñe casi escrupulosamente al modelo impugnado: en la obra aparece un narrador omnisciente en tercera persona, que focaliza su mirada en uno de los personajes de la trama y que nos cuenta una anécdota situada en un tiempo cercano y limitado; en un espacio concretísimo, de carácter privado que atañe a los miembros de la pequeña-burguesía urbana. A su vez, los hechos son narrados de manera lineal, siguiendo un riguroso orden de causa-consecuencia. Todas estas características, comunes a la narrativa realista, constituían una práctica literaria al servicio de la verosimilitud, según la definición sthendaliana que entiende la novela como “un espejo a lo largo del camino”. En este sentido, quizás la principal aportación de Kafka a la renovación narrativa es, precisamente, la ruptura con el principio de verosimilitud: con el instrumental realista nuestro autor construye una fábula que no refleja de manera superficial la realidad, sino que saca a la luz el mecanismo que rige esa realidad. Para ello se sirve no del espejo plano que presupone el realismo, sino del espejo cóncavo que, deformando el mundo, ahonda en su interior, en su verdadero ser. Debemos preguntarnos qué ser es ése y cómo lo muestra Kafka. Empecemos por esto último.
            La lectura de las primeras líneas de La metamorfosis nos provoca una gran incomodidad que no nos abandona en ningún momento. Leemos que una persona ha despertado convertida en un enorme insecto. A partir de aquí cabe esperar un desarrollo  narrativo de algún modo verosímil. Esperamos un relato de corte fantástico o, una explicación del fenómeno, o una actuación consecuente de los que rodean a Gregor Samsa. Incluso éste se asombra de que no avisen al médico. Es esta desazón que nos produce el inicio inverosímil, seguido de un desarrollo absolutamente fiel a las técnicas del realismo burgués, lo que podríamos metaforizar como la “concavidad del espejo”: ante la metamorfosis estamos obligados a interpretar, conminados a buscar sentido a algo que, en principio, se nos presenta como absurdo, entendiendo como tal no la metamorfosis en sí, sino el desarrollo a la vez coherente pero inverosímil de esa metamorfosis. En esta tesitura la figura del gran insecto sólo puede ser entendida como algún tipo de símbolo. Y  la pregunta que nos hacemos es qué simboliza Gregorio Samsa. Para responder a esta pregunta tenemos que considerar el entramado de relaciones que, teniendo al protagonista como eje, se establecen en la novela. Esta red de relaciones sociales constituye  la esencia de la sociedad burguesa, del mundo, al que nos referíamos. Antes de seguir recordemos que lo que genéricamente llamamos “sociedad burguesa” nace con la Revolución francesa y la Ilustración, es decir, se concibe a sí misma como producto de la Razón. Sabemos que la razón es aquello que nos permite distinguir lo verdadero de lo falso, lo bueno de lo malo, lo útil de lo inútil. Es este último uso de la razón, la “razón instrumental”, el ajuste no contradictorio entre medios y fines el que se muestra en toda su potencia, en toda su despiadada eficacia en la obra. El protagonista se queja de que en su trabajo no se pueden establecer verdaderas relaciones humanas y fía su propia humanidad al ámbito familiar. Su vida es humana en tanto que es entrega al otro: al padre, al que sostiene en su  vejez; a la hermana a la que quiere ayudar en su vocación musical; a sí mismo en sus estudios y sus trabajos creativos, y a su madre en su delicada salud. Según Germán Gullón en su introducción a Miau de Benito Pérez Galdós, por oposición al ámbito de lo público, a la sociedad civil, “el hogar es el centro donde nacen, se desarrollan y preservan los sentimientos de cariño, los lazos de unión entre los miembros de la familia, lo que podemos denominar los sentimientos humanos. Se hace así normal que los padres quieran a los hijos y viceversa, que se cuiden cuando están enfermos; por eso, cuando aparezca un personaje cuya actuación se salga de esas normas lo podamos calificar de monstruo”. Si esto es así, nos preguntamos… en La metamorfosis ¿dónde está el monstruo, si el pobre Gregor es modelo de esta actitud familiar, humana? ¿Por qué se le castiga de manera tan brutal e injusta, sin que ni siquiera él mismo o sus familiares se interroguen sobre la monstruosidad del cambio? Volvemos a situarnos en el terreno de lo simbólico: el verdadero monstruo, el que introduce la razón instrumental del capitalismo moderno y desborda la razón cordial del ámbito familiar es el gerente que viene a interrogar por la ausencia de Gregorio al trabajo. Éste se sorprende (y esto refuerza nuestra interpretación) de que un personaje de cargo tan elevado realice una función que podría haber llevado a cabo un conserje o cualquier subalterno. La primacía de la razón instrumental, la colonización del “mundo de la vida” por parte del “sistema“, que mucho después de Kafka teorizó la filosofía se encuentra presente de manera magistral en La metamorfosis: la esencia monstruosamente inhumana de la sociedad burocrática capitalista aparece en toda su enorme evidencia en contraste, precisamente, con un pobre bicho raro, que como tal carece de un lenguaje común con el resto de los personajes; de aquí la incomunicación de Gregorio y su soledad. La soledad de Gregorio en su incomunicación, en su encierro en las tinieblas, en las profundidades oscuras, todo ello, remite a un fondo bíblico evidente pero se proyecta también y, fundamentalmente, sobre una problemática moderna. La alienación de Marx, la cosificación de Lukács, la jaula de hierro de Weber, la existencia inauténtica de Heidegger son términos que reproducen en el ámbito filosófico el clamor silencioso desde las tinieblas de Gregorio Samsa. Andando el tiempo la habitación del personaje será El túnel de Ernesto Sabato, su animalización coincide con el extrañamiento de El extranjero de Camus, su incomunicación con el personaje de La náusea de Jean Paul Sartre y Kafka un modelo para el existencialismo literario y filosófico.
            Así pues, el gran insecto simboliza paradójicamente la monstruosidad, la deshumanización, la metamorfosis del conjunto de la sociedad en la que lo humano queda reducido a la condición de rareza entomológica: “El infierno son los otros” nos dice J. P. Sartre. Y, aún así, la desazón permanece, pues, nos preguntamos cómo es posible esta invasión de lo monstruoso en el ámbito cordial. La monstruosidad del gerente puede violar la casa familiar porque el monstruo ya estaba dentro. Gregorio Samsa va descubriendo a lo largo de la novela que la razón paterna coincide con la razón deshumanizada del exterior. Ha sido engañado e instrumentalizado por su propio padre. Éste no es Abraham dispuesto a sacrificar a su hijo por amor a Dios, ni el propio Dios que sacrifica a su Hijo por amor a los hombres, sino un simple ordenanza que busca su propio beneficio y sacrifica en aras del cálculo egoísta a su hijo. Podemos entender, hasta cierto punto, la deshumanización de la sociedad burocrático-capitalista que reduce a los propios hombres a meros medios para la consecución de un fin, pero cabría esperar que la dignidad humana (ser un fin en sí mismo) fuese respetada en el seno de la familia precisamente por el hecho de que Gregorio no puede ser un medio para nada, es completamente “inútil”. Si antes veíamos en él el símbolo de la alienación y deshumanización de la sociedad burguesa, vemos ahora la condición menesterosa y “arrojada” de la condición humana, abandonada del último soporte: el amor del padre.

            Seguimos interrogándonos por qué la pérdida de ese amor y encontramos la ruptura con el último soporte del orden civilizatorio en el deseo incestuoso de Gregorio hacia su hermana. En la obra el conflicto edípico no se centra en la madre sino en la posesión de la hermana y el orden todo del universo se restablece con la llegada de la primavera, la muerte de Gregorio y la búsqueda de un marido para Grete.

divendres, 23 de gener del 2015

Una lectura cristiana de El principito

…les hablo por medio de parábolas
para que por mucho que miren no vean
y por mucho que oigan no entiendan.
Lucas 8, 10


 

I
            Hay un grupo de facebook formado por filólogos y aficionados a los temas filológicos en el que se debate sobre todo lo divino y lo humano, a veces con un apasionamiento desmedido. La hostilidad que puede despertar una discrepancia sintáctica resulta asombrosa y si el tema de discusión es de carácter literario puede armarse la de Dios es Cristo. Es así que, hace ya unas semanas, apareció un post en el que alguien pedía opinión sobre El principito (la célebre obra de Antoine de Saint-Exupéry) uno de esos libros que parecen no dejar indiferente a nadie: hay quienes lo consideran una ñoñez edulcorada, cursi y pretenciosa y hay quienes ven en él valores morales positivos y universales expuestos de una forma literariamente muy acertada. Un servidor forma parte del segundo grupo… o eso creía yo.
            Digo que eso creía porque, para mi sorpresa, entre detractores y defensores del texto en cuestión,  he creído detectar un acuerdo básico: unos abominan de El principito porque sólo ven en él un pucherito de niño sentencioso que abronca cariñosamente a “los mayores”, como la vocecita infantil que aparecía en una canción de Betty Missiego, que Dios confunda, o las babas de José Luis Perales al graznar aquello de “que canten los niños que viven en paz…” Lo malo es que algunas defensas de la novela de Saint-Exupéry partían de la misma interpretación: la superioridad moral supuestamente incuestionable de la niñez sobre la edad adulta, la bondad presuntamente natural de los niños extrapolada a un mensaje ético de amistad y honestidad y todo eso. Todo eso y la negación del sustrato cristiano (para mí evidente) de la obra. Claro que lo que es evidente para uno no tiene por qué serlo para los demás y los contertulios exigen (justamente) explicaciones, demostraciones. Pero el medio facebookero no parece el más adecuado para la argumentación sostenida y el tema, creo yo, lo requiere pues El principito, desde su propia literalidad, exige interpretación: Esta persona mayor puede comprender todoLas personas mayores nunca comprenden nada por sí solas… Como las fábulas, como “la fábula del niño y el zorro”; como las parábolas, como “la parábola del aviador y el niño en el desierto”.

II
            Creo que basta un somero repaso a algunos pasajes de El principito para mostrar la influencia de los Evangelios en la novela:

     “-Tengo sed de esta agua -dijo el principito-, dame de beber...”
     “…Parecerá que me he  muerto y no será verdad…”
     “Lloraba […] Y se sentó porque tenía miedo.”
     “No me separaré de ti… No me separaré de ti… No me separaré de ti.”
     “Al nacer el día no encontré su cuerpo.”

            Y, con todo, no es el carácter cristológico del principito lo esencialmente cristiano de la novela sino, justamente, que ésta puede ser interpretada como la exposición de la esencia misma del cristianismo.
            Algo suficiente y osado es eso de pretender saber cuál es la esencia del cristianismo. De hecho tengo en mi biblioteca tres libros con ese título (La esencia del cristianismo) de tres autores diferentes… Y sin embargo debería ser fácil para un cristiano saber (y decir) qué es eso de ser cristiano y dónde lo pone.
            Creo que lo pone en dos sentencias del Cristo:

     -“Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente.” Este es el más importante y el primero de los mandamientos. Y el segundo es parecido a este: “Ama a tu prójimo como a ti mismo.” De estos dos mandamientos pende toda la ley de Moisés y las enseñanzas de los profetas. Mateo 22, 37-40.
     -Os doy este mandamiento nuevo: Que os améis los unos a los otros. Así como yo os amo debéis también amaros los unos a los otros. Juan 13, 34.

            La primera de estas sentencias, como compendio del Decálogo, nos remite a la Ley antigua, un código moral positivo asumido por el cristianismo como Ley de Dios. La segunda, específicamente cristiana, no deroga la ley sino que la perfecciona (Mateo 5, 17) y nos manda algo imposible (o sólo al alcance de los santos y los mártires) algo absolutamente incomprensible, irracional, porque Jesús nos manda que amemos al otro no de manera abstracta o de acuerdo a la forma codificada; no se trata de amar a la humanidad sino de amar como Él nos ama, o sea como Aquel que “da la vida por sus amigos” (Juan 15, 13). Dar la vida por mi amigo, con el que mantengo una relación estrechamente personal… Es imposible comprender racionalmente este mandamiento porque implica un milagro. Si entendemos “milagro” como la suspensión de las leyes naturales, obedecer al Cristo supone el milagro de poner en suspenso la ley natural que nos obliga a la “insistencia en el ser”, al spinoziano conatus sese conservandi.
            Cuando el principito se dirige a las rosas les dice “no se puede morir por vosotras”; pero sí por aquella que cuidó y protegió, por aquella a la que se entregó y de la que se hizo responsable: “Soy responsable de mi rosa”. Desmintiendo a Caín (Génesis 4, 9) el buen samaritano responde “soy el guardián de mi hermano”. El núcleo moral de El principito es esa propuesta de entrega personal al otro, en tanto que amistad cultivada, trabajada día a día hasta “domesticarla”, hacerla doméstica, de la casa propia.

III
            Según C. S. Lewis, el autor de Narnia, la dignidad humana no procede de la propia naturaleza del hombre. Un hombre no es “digno”, un fin en sí mismo, infinitamente valioso, per se, sino porque Jesús murió por él. Es el sacrificio del Cristo lo que nos dignifica, lo que nos da sentido, lo que nos “significa”. En palabras que imitan el estilo de Antoine de Saint-Exupéry, la humanidad es buena porque Alguien murió por salvarla, porque en la infinidad de la maldad de los hombres hay oculta la inmensa bondad del que dio la vida por ellos
            Antoine de Saint-Exupéry establece una diferencia tajante entre “ver con los ojos” y “ver con el corazón” y el significado de estas metáforas (por llamarlo de alguna manera) no es letra de sobrecito de azúcar sino contraposición de dos tipos de racionalidad. Una de ellas enfrenta al hombre con las cosas (el hombre de negocios), con el tiempo (el mercader), con los otros hombres (el rey, el vanidoso) incluso consigo mismo (el bebedor) en tanto que objetos ajenos, cuantificables, domeñables, destruibles pero, en cualquier caso, alienados de la propia humanidad. Las estrellas, los súbditos, los admiradores, la propia persona, carecen de realidad porque no remiten a ninguna otra cosa, son objetos no significantes, no significan nada, no son signos. Y es el carácter sígnico lo que dota de realidad a las cosas: el trigo no significa nada para el zorro, pero la relación que establece con el principito transforma el trigo en un significante que le representa el pelo del niño. El desierto, el universo todo, es bello porque significa algo: el pozo, la rosa entre las estrellas. Esta racionalidad “otra”, esencial, va más allá de lo sensible (ver con los ojos) e implica una relación no alienada con las cosas y con el otro.
            Hay algo de misterioso en el funcionamiento de la semiosis: oímos la palabra “rosa” y el sonido muere para dar paso al significado y es necesario que así sea porque “si un grano de trigo no cae en la tierra y muere, seguirá siendo un solo grano; pero si muere dará fruto abundante” (Juan 12, 24). La intensa relación amorosa produce sentido. Es el sentido del mundo: “si no tengo caridad, nada soy” (I Corintios 13, 2). Fundamenta, en palabras de la filósofa Adela Cortina, una “razón cordial”.
            “Ver con el corazón” es una propuesta ética que niega la cosificación de la realidad y la interpreta como correspondencia significante producto de la relación cordial: “conocemos la verdad no sólo por la razón sino también por el corazón” (Pascal).
           
IV
            La dualidad que nos propone Saint-Exupéry (ver con los ojos / ver con el corazón) se corresponde con una dualidad de sujetos (adultos / niños).            Obviamente la razón que mide, pesa, almacena, domina, es la razón adulta. ¿Significa esto que la propuesta moral de El principito es algo pueril?
            Jesús nos dijo “os aseguro que si no cambiáis y os volvéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. El más importante en el reino de los cielos es aquel que se humilla y se vuelve como este niño” (Mateo 18, 3-4). Solemos interpretar este pasaje desde la idea de la inocencia. Entendemos que hemos de volver a la ausencia de malicia, a una supuesta bondad natural (mancillada por la edad) que nos abre las puertas del Reino. No sé. Agustín de Hipona duda de la inocencia infantil (más bien la niega) con buenas razones e interpreta este pasaje de la siguiente forma:

     “Conque, mi Dios y mi Rey, cuando Vos dijisteis que el reino de los cielos es de aquéllos que eran tales como los párvulos, no tanto fue aprobar en ellos la inocencia, cuanto la humildad que simbolizan por su pequeña estatura.” (San Agustín, Confesiones, capítulo XIX).

            El niño como símbolo de inocencia o como símbolo de humildad. No parece esto último… Habitualmente se ve en El principito lo primero: la inocencia perdida que interpela a la adultez alienada. Y sin embargo el discurso del principito carece de “inocencia”, es bastante elaborado y complejo:

     -Las estrellas son bellas por una flor que no se ve.
     -Lo que embellece el desierto –dijo el principito- es que esconde un pozo en cualquier parte.

            Obviamente es la voz autorial la que habla aquí. Pero atribuida al niño. Es el principito el que habla y conviene saber si lo que dice sale de la inocencia natural de la infancia o es doctrina aprendida:

     -Lo esencial es invisible a los ojos –repitió el principito, a fin de acordarse.
     -El tiempo que perdí con mi rosa… -dijo el principito, a fin de acordarse.
     -Soy responsable de mi rosa… -repitió el principito, a fin de acordarse.

            En la dialéctica entre razón empírica (ver con los ojos) y razón cordial (ver con el corazón) se presupone cierto aprendizaje. “Volverse niño” implica “razonar como un niño” (I Corintios 13, 11) y si algo define la razón del niño no es la inocencia o la humildad: el niño, aunque no comprenda, cree en la razón del padre. De igual forma que el cristiano sacrifica ciertos aspectos de la razón mundana para creer en la Razón (en el Logos) del Padre. Creo que esta puede ser una interpretación recta de la cita evangélica sobre “volverse niño” que ilumina la propuesta ética de El principito: “ver con el corazón” implica aceptación del misterio, de ese misterio que hace bello el desierto por un pozo que no se ve.